Érase una vez un leñador que vivía muy bien en su pequeño pueblo. Era un hombre de muy buen humor y carácter alegre, que siempre agradaba a todos con sus chistes y canciones cómicas. Tenía una casa muy humilde a corta distancia del pueblo para estar más cerca al bosque y no tener que viajar mucho para cortar árboles y recoger ramas y troncos caídos. Vivía solo, aunque tenía buenas relaciones con sus familiares y muchos amigos. Decía que mientras no pudiera dar a una novia un traje de seda y zapatillas de oro, no la merecía. Muchas mujeres del pueblo tenían otra opinión sobre él y sobre sus brazos fuertes, pero nadie lograba cambiarle de idea. Muchas personas lo llamaban el alma del pueblo y decían que mientras el leñador vivía entre ellos, todos podían confiar en vivir contentos.
Un día estaba recogiendo la madera cortada el día anterior. Tenía el hábito de pasar un día cortando, el siguiente recogiendo, y el tercero viendo a los clientes y cobrando por sus servicios. Era tan sano y fuerte que a nadie en el pueblo le faltaba leña en todo el año, pero también dependía de su mula. El pobre animal ya tenía muchos años; nunca había tenido otra, y aunque todavía trabajaba con ganas, se movía más lentamente que antaño. Ese día, en la frontera del bosque, cayó muerta llevando mucha leña detrás. Fue un momento horrible para el leñador. Podía arrastrar la leña la corta distancia que le separaba de la leñera, pero ¿qué iba a hacer con el resto todavía en el bosque? Y habría que buscar tiempo para cavar una fosa y enterrar a la pobre mula. Claro que podía pedir ayuda en el pueblo. Él mismo había hecho lo mismo por sus amigos y sus animales de carga. Pero era un fastidio tener que dejar de trabajar el resto del día y emplear el siguiente para buscar otra mula. Quizás podía probar con un buey. Su primo los usaba en su granja y eran tan fuertes como mulas y más tranquilos. A lo mejor su primo podría venderle o alquilarle uno para la temporada. Mientras pensaba, no se dio cuenta de las nubes que cubrían el cielo con un espeso manto gris. Al notarlo, maldijo - ¡Que me lleven los demonios!
- Cuidado con lo que dices, hijo - escuchó entonces - Nunca sabes cuándo tus deseos se cumplirán.
Se giró y descubrió a una anciana que nunca había visto en el pueblo. Llevaba un vestido de rayas rojas y blancas y se cubría los hombros con un chal negro. La falda no dejaba ver los piés y el chal actuaba de capucha sobre su canosa cabeza. Tenía una sonrisa que dejaba su cara arrugada con más arrugas aún.
- Muy bien, abuelita - dijo el leñador - Tienes razón. Pero estoy en un lio y no sé cómo voy a salir de él antes de terminar la semana.
- Ay hijo - dijo la mujer con preocupación - Cuéntamelo. A lo mejor te puedo ayudar.
Y el leñador se lo contó, y cuando terminó la anciana salió corriendo como una niña con una risa aguda. El leñador la miró irse casi con incredulidad por la manera de reaccionar, pero pronto recordí que tenía que mover la leña antes de que empezara a llover. Al cabo de unas horas tenía toda a salvo en el cobertizo. No había caído una gota de lluvia, pero tampoco se habían dispersado las nubes. Ahora tenía que ocuparse de la mula. Volvió al lugar, gruñiendo, y justo cuando llegó cayó un rayo enorme y azul con un chasquido y olor a hierba quemada. El leñador tuvo que cubrirse los ojos y al bajar el brazo vió que la anciana había vuelto y ella también cubría la cara. A su lado tenía un enorme caballo de color castaño que agitaba la cabeza y bufaba. La anciana bajó las manos, temblando con las risas que salieron de su boca desdentada, y huyó otra vez. El cuerpo de la mula no se encontraba en ninguna parte. El caballo parecía un poco nervioso pero no huyó cuando el leñador se acercó y lo cogió por la crin. Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo llevó al establo donde había vivido la mula y el caballo entró mansamente. El leñador se dió cuenta de que no tenía el arnés de cuero y volvió a buscarlo, oportunamente ya que en el mismo momento en que lo encontró, sonó un trueno como una bomba y empezaron a caer océanos de agua. Maldiciendo todo el rato, el leñador corrió con el arnés al refugio de su casa.
El día después fue al bosque con el caballo para probarlo en el trabajo. Enorme que su sorpresa cuando vio que el caballo llevó el cargamento de leña solo a casa, sin que él tuviera que guiarlo, y más enorme aún cuando volvió con la carreta vacía. - Algún vecino habrá pasado y me ha hechado una mano - pensó el leñador. Sin embargo, pasó lo mismo varias veces más a lo largo del día. Cuando llegó a su casa con el último cargamento, vio que toda la leña estaba ordenada, puesta perfectamente en el cobertizo. Se quedó mirando un largo momento mientras que el caballo, que no había dejado caer una gota de sudor a pesar de su duro trabajo, entró en el establo tranquilamente y esperó con paciencia a que el leñador le quitara el arnés.
Y todo siguió así. El caballo podía con todo el trabajo que le daba el leñador, y hasta sabía donde hacer las entregas de leñada. Iba solo, relinchando para que saliera el receptor u cuando éste había cogido su pedido. Siempre había arboles y troncos perfectos para cortar sin que el leñador tuviera que entrar mucho en el bosque. La vida parecía ir de maravilla para el hombre, tanto que finalmente pensó que podía considerar buscar una esposa. En el festival de la cosecha, llegó con su ropa más elegante, montado el caballo. El animal parecía entender que era una noche especial, en la que tenía que lucirse, y trotó con mucho brío y energía por las calles, agitando su cabeza para que se moviera su melena como una llama. Aunque los habían visto muchas veces haciendo las entregas, todo el mundo los miraba pasar como mirarían a un príncipe o héroe. Y así se sentía el leñador en esos momentos. Siempre había sido atractivo para las chicas, pero ahora todas lo miraban con ojos ardiendo con un deseo profundo y casi mágico. Al final de la calle, la hija del médico del pueblo estaba esperando. Era una chica muy guapa, algo mayor de la edad normal de las novias, por las preocupaciones de sus padres en encontrar a un yerno que la cuidara como ellos querían. Al final se habían dejado convencer por un ganadero rico que les prometió que por lo menos siempre tendrían los productos del ganado y nunca sufriría hambre, ni sed, ni frío en su casa. Pero la boda iba a tener lugar en la primavera. La bonita muchacha seguía soltera la noche del festival. Se acercaron caballo y jinete. El fuego de la hoguera no estaba tan rojo ni tan caliente como las mejillas de la chica que los miraba. El leñador la cogió de la mano y la subió a la silla con él. Dando un salto increíble, el caballo voló por encima de la hoguera, cruzó el campo de la fiesta y los tres se desvanecieron en las sombras de la noche, dejando a los demás asombrados y temerosos por su seguridad.
No volvieron hasta pasados 24 horas enteras. Sus caras estaban verdiblancas y sudorosas como las de los mareados. El caballo era tan bonito y fuerte como siempre aunque sus cascos estaban cubiertos de un barro extraño, rojizo, lleno de bichos raros de aspecto terrorífico. El leñador dejó a la chica en la puerta de la casa de sus padres y él volvió a la suya con el caballo. Ninguno de los dos hablaron nunca de lo que pasó mientras estaben galopando por tierras desconocidas. La chica se recuperó, más o menos, y en la primavera se casó con el ganadero como era previsto, pero antes le sacó la promesa de llevarla lejos del pueblo. Así hizo, pudiendo adquirir los derechos de pasto en una zona dos pueblos más al sur a cambio de los suyos, y en el pueblo más cercano a los nuevos pastos el primo de la mujer del médico les alquiló una casa señorial. Poco tiempo después, los padres de la novia se apresuraron para llegar a tiempo de ver nacer a su nieto. Nunca más volvieron. Mandaron empacar todas sus pertenencias y enviarlas fuera pero nadie logró sacar a los obreros el destino. Rumores empezaron a llegar de que la chica había dado la luz a un demonio o monstruo con cabeza de caballo o cola de león o patas de cabra, o semejante ridiculez. Las gentes del pueblo no creían los rumores pero tampoco querían hablar mucho del asunto, ya que el médico había sido un hombre muy respetado. La famila del médico también dejó su nuevo pueblo y nadie dio con ellos en todo el país. Simplemente desaparecieron.
El leñador se quedó en el pueblo con su caballo magnífico, pero no asistió a ningún festival después de aquél con la hija del médico. Dejó sus relaciones sociales, solo hacía su trabajo. El caballo seguió trabajando anõs después como el primer día que apareció sin perder nada de su fuerza y vigor. El leñador envejecía, aparecieron canas en su cabello y arrugas en su cara. Siempre rechazó ofertas de ayuda por parte de los jovenes del pueblo, y misteriosamente nadie más lograba vivir del bosque como él. No perdía clientes, más bien los ganaba al ritmo que crecía el pueblo y se constrían más casas. Claro que varios emprendedores lo intentaron, pero sufrieron accidentes, no lograron encontrar buena madera, o enfermaron en seguida. En otros pueblos se decía que el leñador era brujo y el caballo era su familiar, pero nadie en su pueblo hacía caso de tal estupidez. Un día no llegó con la entrega como siempre y un par de chicos fueron a sus casa para ver si estaba bien. Lo encontraron en su cama, pálido, frío, y muerto sin lugar a dudas. Buscaron el caballo y encontraron huellas saliendo del establo en dirección al bosque pero que desaparecían antes de llegar. Después de la muerte del leñador, el pueblo empezó a pasar frío. Nadie podía encontrar leña como él había hecho, y entregarla incluso en medio del gélido invierno, ni siquiera tres leñadores lograron abastecer a los clientes. Poco a poco, la gente se iba mudando a otras partes y el pueblo iba disminuyendo, y al final no quedó nada más que unas casas casi en ruinas y gatos y perros salvajes.
Los viajeros evitaron las ruinas diciendo ver sombras de un caballo enorme con un hombre fuerte a sus espaldas, y lo que parecía una anciana que aplaudía y se reía con el sonido del viento en las hojas secas.
Thursday, March 31, 2016
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment